lunes, 22 de diciembre de 2008

En mi escuela no había negros

En mi escuela no había negros; quizás sí, no los recuerdo. En la clase de estudios sociales enseñaban que Puerto Rico es la isla del Caribe con mayor población blanca. Contrario a lo dicho en las aulas, la tonalidad de pieles nos delata mulatos. Entre mis compañeros nunca vi a nadie más oscuro que yo. Era evidentemente negra entre mulatos en un país que se pensaba blanco. Por eso no fue raro aquel incidente.

Salíamos de la escuela a las tres de la tarde. La mayoría de los chicos vivían en los alrededores, así que regresaban a las casas caminando. A veces como las cotorras, íbamos en banda conversando en alta voz, otras como perros de la calle, en jauría, listos para atacar. Mi hermano Dimas estaba en la misma escuela primaria. Como hermana mayor era mi responsabilidad esperarle para llegar juntos a la casa. Y así fue aquella tarde cuando un grupo de chicos al vernos pasar comenzaron a burlarse de nosotros. Tengo la virtud de borrar de mi memoria eventos desafortunados, pero: “negros sucios” la frase que aquellos chicos gritaban queda en mi memoria. Hay algunas frases, algunas palabras que se adhieren a la conciencia. Negro, negra surgían en el momento adecuado para que recordara quien era y cómo era vista en la comunidad. “Eres negra pero decente”; “negra pero inteligente”; negra…pero negra.

Ante aquellos gritos no sabía si tomar de la mano a mi hermano y correr, responder o seguir caminando indiferente. En esa fracción de segundo, Dimas comenzó a gritar también, no recuerdo qué. Luego las piedras surcaron el aire, quedé helada, mi asombro estalló en risa. Indignado, Dimas reclamaba, “no te rías”. Si no podía reír me quedaba correr y corrí. Corrí hasta casa dejando atrás a mi hermano menor. No sé en qué condición llegó pero como era de esperarse en mi familia, el suceso se comentó en la mesa a la hora de cenar. Vaya regaño que me llevé.

A la hora de cenar mi familia resuelve los enredos del día pero también es el espacio para pasar las historias de los que estuvieron antes a la otra generación. Miles de veces escuché relatos sobre lo que significaba ser una persona negra en el Puerto Rico de los años treinta, de los cuarenta. Todas las historias terminaban con la sentencia “hay que darse a respetar”. Quizás correr no fue una manera de darme a respetar.

Reír es una manera distinta de correr, alejas tus emociones para que no las laceren. Como muchos otros niños que eran blanco de burlas, tuve infinidad de motes: “aunt Jemima”, “Farina”, “barril de brea”, “pelo de palo”, todos en referencia a mis características raciales. Ante cada burla, reía y me hice impenetrable. Aprendí el poder de las palabras, el poder de auto nombrarte. Entonces me llamé negra y en otras circunstancias de mi vida me llamé lesbiana, puertorriqueña. Lo que eran meras característica física, geográficas o de opción amorosa se convirtieron en parte de mi identidad, de mi orgullo. Es curioso pero la identidad propia puede surgir de la ignorancia y del prejuicio de otros.

Hace algún tiempo que no corro, ni para huir, ni por deporte, es como si mis pies se hubiesen aferrado a la tierra. No me bastan mis identidades, aquellas que arranqué a los prejuicios. Me ahogan las fronteras que me definen y que limitan lo que soy. En mi escuela no había negros porque nunca los hubo; fuimos y somos seres humanos temerosos de los otros y de nosotros mismos.

.